“¿Cómo alguien que
te quiere puede llevarte a un final como este?” difícil respuesta.
Siempre he tenido claro que todo lo que empieza, algún
día, acaba. Pero nunca había imaginado que sería de una manera como esta. Hace
exactamente 364 días, 22 horas y 3 minutos que mi final empezó.
Hoy, me dispongo a acabar todo lo que aquel día empecé, quizás
debería decir, empezamos. Él, y yo. Nosotros.
Sí, me enamoré ciegamente de él. A día de hoy no puedo
negar que le haya olvidado, si lo hiciera estaría mintiendo. Por ello, cuando
justamente se cumpla un año del comienzo, llegará el final.
Tengo aproximadamente 2 horas para despedirme de las
personas que más quiero, de hacer lo que más me gusta y de decirle adiós a la
vida. Lo primero es su despedida, pero
¿qué decirle que no le haya dicho ya? Entre nosotros todo está dicho. Cojo una hoja de papel y escribo: “me hiciste la persona más feliz del mundo,
ahora dejaré de serlo, para que lo seas tú, gracias por matarme, el mismo lugar”
me siento tan inútil, tan poca cosa, tan… todo que, no me atrevo a decirle
más. Ese es mi último mensaje. Una parte de mi quiere que sufra, que sufra por
todo el calvario en que ha convertido estos últimos meses, pero la otra, la
otra le quiere como el primer día, el primer día que le vi en aquel ascensor
subiendo a la cima de la torre, amor a primera vista, creo.
Miro al pasado, al 6 de abril, veo sus ojos clavados en
los míos, brillantes como el reflejo de la luna en el agua cristalina de un
lago. ¿Cómo no darme cuenta aquel día que aquello tan maravilloso terminaría en
algo destructible? Destructible para mí, para él, obviamente, sigue siendo
maravilloso, se quitará un peso de encima, me quitaré de en medio y le dejaré
ser feliz, si yo no puedo serlo junto a él, al menos, que lo sea él junto a
ella. Un vaso cuando le echas una gota de más, comienza a verter el líquido hacía
el exterior, yo me identifico con ello, la diferencia es, que verteré sangre,
sangre llena de odio y de amor.
El reloj marca las 18.51 apenas media hora me queda para
llegar al lugar, pero antes escribo una carta para mis amigos, que dejo encima
de mi cama donde explico por qué hago esto y lo mucho que les quiero.
Comienzo a caminar. Estoy a un par de manzanas de la
torre. Con cada paso que doy me empiezan a temblar las piernas, los latidos de
mi corazón han cogido un ritmo inusual y mi mente se nubla. Me planteo si
estoy cometiendo un error o es la respuesta correcta, recuerdo que cuando
discutía con mi madre sobre estoy, ella me decía que era de cobardes, a lo que
le respondía, es de valientes. Debo seguir, ya es tarde, me queda poco tiempo.
El sol toma un tono naranja precioso y se empieza a esconder. Ya casi estoy en
la planta donde empezó todo. Cada paso que doy hace que mi pecho tiemble y que
el corazón se me vaya a parar, pero no, no puede pararse antes de que yo
quiera. Lo tengo todo calculado, estoy en la septuagésima planta, y la caída
hasta el suelo dura 107 segundos, o lo que es lo mismo, 1 minuto y 47 segundos.
Como me esperaba le veo llegar corriendo hacia la torre para coger uno de los
ascensor y pararme, pero me resulta bastante ridículo, ¿para qué me quiere
viva? ¿Para que sufra más? No le voy a dar ese gusto. Le voy a hacer recordar
este día toda su vida hasta que se muera de remordimientos. Ahí está, en el
suelo. Es tan pequeño que parece una cucaracha, o… para qué ocultarlo, es una cucaracha,
una cucaracha que a pesar de todo adoro. Maldito el día en que le conocí. Pero
ya está, se acabó, cuanto más cerca caiga de él mejor. Tomo unos segundos para
caer a la hora exacta. Cuento tres y me lanzo para caer a su lado. Uno, dos,
tres… y 107 segundos después, estoy como quería, vertiendo sangre por la boca,
porque cuando la gota colma el vaso, éste se tiene que vaciar.
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