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sábado, 25 de enero de 2014

Suicidio en la Eiffel.



 “¿Cómo alguien que te quiere puede llevarte a un final como este?” difícil respuesta.
Siempre he tenido claro que todo lo que empieza, algún día, acaba. Pero nunca había imaginado que sería de una manera como esta. Hace exactamente 364 días, 22 horas y 3 minutos que mi final empezó.
Hoy, me dispongo a acabar todo lo que aquel día empecé, quizás debería decir, empezamos. Él, y yo. Nosotros.
Sí, me enamoré ciegamente de él. A día de hoy no puedo negar que le haya olvidado, si lo hiciera estaría mintiendo. Por ello, cuando justamente se cumpla un año del comienzo, llegará el final.
Tengo aproximadamente 2 horas para despedirme de las personas que más quiero, de hacer lo que más me gusta y de decirle adiós a la vida.  Lo primero es su despedida, pero ¿qué decirle que no le haya dicho ya? Entre nosotros todo está dicho.  Cojo una hoja de papel y escribo: “me hiciste la persona más feliz del mundo, ahora dejaré de serlo, para que lo seas tú, gracias por matarme, el mismo lugar” me siento tan inútil, tan poca cosa, tan… todo que, no me atrevo a decirle más. Ese es mi último mensaje. Una parte de mi quiere que sufra, que sufra por todo el calvario en que ha convertido estos últimos meses, pero la otra, la otra le quiere como el primer día, el primer día que le vi en aquel ascensor subiendo a la cima de la torre, amor a primera vista, creo.
Miro al pasado, al 6 de abril, veo sus ojos clavados en los míos, brillantes como el reflejo de la luna en el agua cristalina de un lago. ¿Cómo no darme cuenta aquel día que aquello tan maravilloso terminaría en algo destructible? Destructible para mí, para él, obviamente, sigue siendo maravilloso, se quitará un peso de encima, me quitaré de en medio y le dejaré ser feliz, si yo no puedo serlo junto a él, al menos, que lo sea él junto a ella. Un vaso cuando le echas una gota de más, comienza a verter el líquido hacía el exterior, yo me identifico con ello, la diferencia es, que verteré sangre, sangre llena de odio y de amor.
El reloj marca las 18.51 apenas media hora me queda para llegar al lugar, pero antes escribo una carta para mis amigos, que dejo encima de mi cama donde explico por qué hago esto y lo mucho que les quiero.
Comienzo a caminar. Estoy a un par de manzanas de la torre. Con cada paso que doy me empiezan a temblar las piernas, los latidos de mi corazón han cogido un ritmo inusual y mi mente se nubla. Me planteo si estoy cometiendo un error o es la respuesta correcta, recuerdo que cuando discutía con mi madre sobre estoy, ella me decía que era de cobardes, a lo que le respondía, es de valientes. Debo seguir, ya es tarde, me queda poco tiempo. El sol toma un tono naranja precioso y se empieza a esconder. Ya casi estoy en la planta donde empezó todo. Cada paso que doy hace que mi pecho tiemble y que el corazón se me vaya a parar, pero no, no puede pararse antes de que yo quiera. Lo tengo todo calculado, estoy en la septuagésima planta, y la caída hasta el suelo dura 107 segundos, o lo que es lo mismo, 1 minuto y 47 segundos. Como me esperaba le veo llegar corriendo hacia la torre para coger uno de los ascensor y pararme, pero me resulta bastante ridículo, ¿para qué me quiere viva? ¿Para que sufra más? No le voy a dar ese gusto. Le voy a hacer recordar este día toda su vida hasta que se muera de remordimientos. Ahí está, en el suelo. Es tan pequeño que parece una cucaracha, o… para qué ocultarlo, es una cucaracha, una cucaracha que a pesar de todo adoro. Maldito el día en que le conocí. Pero ya está, se acabó, cuanto más cerca caiga de él mejor. Tomo unos segundos para caer a la hora exacta. Cuento tres y me lanzo para caer a su lado. Uno, dos, tres… y 107 segundos después, estoy como quería, vertiendo sangre por la boca, porque cuando la gota colma el vaso, éste se tiene que vaciar.

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